lunes, 2 de julio de 2012

La conciencia por Card. J H Newman

Hermann Geissler
Instituto Newman
Universidad Francisco de Victoria
Un año atrás, el 19 de septiembre de 2010, Benedicto XVI proclamó beato al famoso teólogo inglés John Henry Newman. Durante el encuentro navideño con la Curia romana, celebrado el 20 de diciembre de 2010, el Papa hablaba otra vez de Newman, recordando, entre otras cosas, la actualidad de su concepción de conciencia: «En el pensamiento moderno, la palabra "conciencia" significa que en materia de moral y de religión, la dimensión subjetiva, el individuo, constituye la última instancia de la decisión. [...] La concepción que Newman tiene de la conciencia es diametralmente opuesta. Para él "conciencia" significa la capacidad de verdad del hombre: la capacidad de reconocer en los ámbitos decisivos de su existencia -religión y moral- una verdad, "la" verdad. <br> La conciencia, la capacidad del hombre para reconocer la verdad, le impone al mismo tiempo el deber de encaminarse hacia la verdad, de buscarla y de someterse a ella allí donde la encuentre. Conciencia es capacidad de verdad y obediencia en relación con la verdad, que se muestra al hombre que busca con corazón abierto. El camino de las conversiones de Newman es un camino de la conciencia, no un camino de la subjetividad que se afirma, sino, por el contrario, de la obediencia a la verdad que paso a paso se le abría».

Newman experimentó que conciencia y verdad se pertenecen, se sostienen y se iluminan recíprocamente; que la obediencia a la conciencia conduce a la obediencia a la verdad. Recurriendo frecuentemente a la experiencia propia, el pensamiento de Newman sobre la conciencia es moderno y personalista, caracterizado por una evidente impronta agustiniana. Para entrar en la cuestión, es necesario al principio describir brevemente el significado de la conciencia según Newman.

Con el tiempo, el término conciencia ha asumido múltiples significados, que en parte son incluso contradictorios entre sí. Newman -se lee en Sermon Notes- describe el motivo central de estos contrastes con las siguientes palabras: «En cuanto a la conciencia, para el hombre existen dos modalidades de seguirla. En la primera, la conciencia forma sólo una especie de intuición hacia lo que es oportuno, una tendencia que nos recomienda una cosa u otra. En la segunda, es el eco de la voz de Dios. Todo depende de esta diferencia. La primera vía no es la de la fe; la segunda lo es».
En la célebre Carta al Duque de Norfolk (1874), Newman profundiza en esta temática. Escribe al respecto: «Cuando los hombres apelan a los derechos de la conciencia, no entienden en absoluto los derechos del Creador, ni el deber que, tanto en el pensamiento como en la acción, tiene la criatura hacia Él. Ellos entienden el derecho de pensar, hablar, escribir y actuar según el propio juicio y el propio ánimo sin pensar en Dios (...). La conciencia tiene derechos porque tiene deberes; pero al día de hoy, para buena parte de la gente, el derecho y la libertad de conciencia consisten precisamente en desembarazarse de la conciencia, en ignorar al Legislador y Juez, en ser independientes de obligaciones que no se ven. Consiste en la libertad de abrazar o no una religión (...). La conciencia es una consejera severa, pero en este siglo se ha reemplazado con una falsificación de la que los dieciocho siglos precedentes jamás habían oído hablar o de la que, si hubieran oído, nunca se habrían dejado engañar: es el derecho a actuar según el propio placer».

Esta descripción vale sustancialmente también para nuestro tiempo: la conciencia se confunde hoy frecuentemente con la opinión personal, el sentimiento subjetivo, el arbitrio. Para muchos ya no significa la responsabilidad de la criatura frente al Otro, sino la total independencia, la absoluta autonomía, la pura subjetividad. El santuario de la conciencia ha sido «desacralizado». La responsabilidad frente al Otro se ha desterrado de la conciencia. Las consecuencias de esta interpretación secularizada de la conciencia están dolorosamente a la vista. Emancipándose de la responsabilidad respecto a Dios, de hecho el hombre tiende a segregarse hasta del prójimo. Vive en el mundo del propio yo, a menudo sin preocuparse del otro, sin interesarse por el prójimo, sin sentirse corresponsable del otro. El puro individualismo, la búsqueda ilimitada del placer y del poder y la complacencia sin límites oscurecen el mundo y hacen cada vez más difícil la convivencia pacífica entre los hombres.
Newman en cambio defiende decididamente el significado trascendente de la conciencia.

Para él la conciencia no es una realidad puramente autónoma, sino esencialmente teocéntrica -un «santuario» en el cual el Otro se dirige personalmente a cada alma-. Con los grandes doctores de la Iglesia él confirma que el Creador ha impreso su ley en la criatura racional. «Esta ley, en cuanto es percibida por la mente de cada hombre, se llama "conciencia" y aunque pueda sufrir refracciones distintas al pasar a través de la inteligencia de cada ser humano, no por ello se resquebraja hasta el punto de perder su carácter de ley divina, sino que sigue manteniendo, como tal, el derecho a ser obedecida».

El propio Newman describe el significado y la dignidad de la conciencia con palabras maravillosas: «La norma y la medida del deber no es la utilidad, ni la conveniencia, ni la felicidad del mayor número de personas, ni la razón de Estado, ni la oportunidad, ni el orden o el pulchrum. La conciencia no es un egoísmo clarividente, ni el deseo de ser coherentes con uno mismo, sino la mensajera de Aquél que, tanto en el mundo de la naturaleza como en el de la gracia, nos habla tras un velo y nos amaestra y nos gobierna por medio de sus representantes. La conciencia es el originario vicario de Cristo, profética en sus palabras, soberana en su perentoriedad, sacerdotal en sus bendiciones y en sus anatemas; y si alguna vez decayera en la Iglesia el eterno sacerdocio, en la conciencia permanecería el principio sacerdotal y ella tendría su dominio».

En la conciencia el hombre no percibe sólo la voz del propio yo. Newman compara la conciencia con un mensajero de Dios que nos habla como detrás de un velo. Se atreve incluso a denominar la conciencia como el originario vicario de Cristo y de atribuirle los tres «oficios» mesiánicos del profeta, del rey y del sacerdote. La conciencia es profeta en cuanto que predice si una acción es buena o no; es rey porque nos manda con autoridad: haz esto, evita lo otro; es sacerdote en cuanto que nos «bendice» después de haber realizado una acción buena -esto significa no sólo la experiencia gratificante de la buena conciencia, sino también la bendición que el bien comporta siempre para el hombre y para el mundo- o nos «condena» tras una mala acción -o sea, expresión de la mala conciencia y de las consecuencias negativas del pecado en el hombre y en la sociedad-. Para nosotros es importante que, según Newman, la conciencia está esencialmente enlazada con la responsabilidad respecto al Otro, en cuanto que constituye un principio inscrito en la naturaleza de cada hombre que requiere obediencia, debe formarse y se remite por encima de nosotros mismos -hacia Dios, por el bien propio y ajeno.

En su obra maestra Gramática del asentimiento (1870) busca elaborar una «prueba» de Dios a partir de la experiencia de la conciencia. Analizando la experiencia de la conciencia, distingue entre el «sentido moral» (moral sense) y el «sentido del deber» (sense of duty). Con el sentido moral entiende el juicio de la razón sobre la bondad o maldad de una acción determinada. El sentido del deber, en cambio, es el mandato autorizado de realizar la acción reconocida como buena y evitar aquella reconocida como mala. En sus reflexiones, Newman parte sobre todo de este segundo aspecto de la experiencia de la conciencia.

Siendo «imperativa y cogente, como ningún otro imperativo en toda nuestra experiencia», la conciencia «ejerce una profunda influencia en nuestros afectos y emociones». De modo simplificado podríamos resumir el pensamiento de Newman -que no hay que confundir con un puro psicologismo- de la siguiente manera: cuando seguimos el dictado de la conciencia, nos llenamos de felicidad, alegría y paz. Si no obedecemos esta voz interior, sentimos vergüenza, espanto y temor. Newman interpreta esta experiencia así: «Si, como es el caso, nos sentimos responsables, nos avergonzamos, nos horrorizamos por haber trasgredido la voz de la conciencia, esto supone que existe Alguien respecto a quien somos responsables, ante quien experimentamos vergüenza, cuyas pretensiones tememos. Si al hacer el mal experimentamos el mismo disgusto doliente y desgarrador que nos arrolla cuando ofendemos a nuestra madre; si al hacer el bien gozamos de la misma serenidad luminosa del espíritu, de la misma alegría lenitiva y satisfactoria que deriva de un elogio recibido del padre, ciertamente tenemos en nuestro interior la imagen de una persona a la que contemplan nuestro amor y nuestra veneración, en cuya sonrisa hallamos nuestra felicidad, por quien sentimos ternura, a quien dirigimos nuestras invocaciones, por cuya ira nos preocupamos y consumimos (...), así los fenómenos de la conciencia, entendida como imperativo, sirven para imprimir en la imaginación la imagen de un regidor Supremo, un Juez, santo, justo, poderoso, omnisciente, punitivo».

Frente a las tradicionales «pruebas de Dios», Newman afirma que prefiere la vía hacia Dios a partir de la conciencia. Algunos ven en esta postura una limitación en el pensamiento de Newman, reprochándole haber exagerado la dimensión de la interioridad del hombre. En realidad Newman no niega las tradicionales «pruebas de Dios», sino que es del parecer de que éstas conducen al hombre sólo a una imagen abstracta de Dios: a un primer Motor, a quien ordena todas las cosas, un Creador y Guía del mundo. Su vía de la conciencia en cambio conduce al hombre hacia un Dios que está en una relación personal con cada uno, que le habla, le muestra sus defectos, le llama a la conversión, le guía al conocimiento de la verdad, le impulsa a hacer el bien, se presenta como su supremo Señor y Juez. Las actitudes morales fundamentales, que brotan de la obediencia a la conciencia, forman, siguiendo a Newman, el «organum investigandi que se nos ha dado para ganar la verdad religiosa: esto conduciría a la mente, con una sucesión infalible, desde el rechazo del ateísmo al teísmo y del teísmo al cristianismo, y del cristianismo a la religión evangélica, y de ésta al catolicismo». En la Apología, Newman afirma de modo audaz: «Llegué a la conclusión de que, en una verdadera filosofía, no había solución intermedia entre el ateísmo y el catolicismo, y que un espíritu plenamente coherente, en las circunstancias en que se halla aquí abajo, debe abrazar o el uno o el otro. Y estoy sin embargo convencido de esto: yo soy católico en virtud de mi fe en Dios; y si se me pregunta por qué creo en Dios, respondo: porque creo en mí mismo. Encuentro, en efecto, imposible creer en mi propia existencia (y de este hecho estoy perfectamente seguro) sin creer también en la existencia de Quien vive en mi conciencia como un Ser Personal, que todo ve, todo juzga».

Las afirmaciones más relevantes sobre el tema conciencia e Iglesia se encuentran en la citada Carta al Duque de Norfolk. En este ensayo, Newman rechaza la acusación de que tras la proclamación del dogma sobre la infalibilidad del Papa, los católicos ya no podrían servir al Estado como buenos ciudadanos, pues estarían obligados a entregar la propia conciencia al Papa. Para responder a semejantes ideas, entonces difundidas en Inglaterra, Newman aclara de manera magistral la relación entre la autoridad de la conciencia y la autoridad del Papa.

La autoridad del Papa está fundada en la revelación, expresión de la bondad divina respecto al hombre. Dios ha entregado su revelación a la Iglesia y, en virtud de su Espíritu, se hace garante de que ésta sea preservada, interpretada y transmitida de modo infalible en la Iglesia y por medio de la Iglesia. Si una persona acoge en la fe esta misión de la Iglesia, entiende en su propia conciencia que debe obedecer a la Iglesia y al Papa. Newman, en consecuencia, puede escribir: «Si el vicario de Cristo hablara contra la conciencia, en el auténtico significado del término, cometería un suicidio; suprimirá la base sobre la que se apoyan sus pies. Su auténtica misión es proclamar la ley moral; proteger y reforzar esa "Luz que ilumina a cada hombre que viene a este mundo". Sobre la ley y sobre la santidad de la conciencia se fundan tanto su autoridad en teoría como su poder en la práctica (...). Su raison d'être es la de ser el ejemplo de la ley moral y de la conciencia. La realidad de su misión es la respuesta al lamento de cuantos sienten la insuficiencia de la luz natural; y la insuficiencia de esta luz es la justificación de su misión» (Carta al Duque de Norfolk). No obedecemos al Papa porque alguien nos obliga a hacerlo, sino porque estamos personalmente convencidos en la fe de que el Señor -a través de él y de los obispos en comunión con él- guía a la Iglesia preservándola en la verdad.

La conciencia formada por la fe conduce al hombre a la obediencia libre y madura respecto al Papa. Por otro lado, la Iglesia, el Papa y los obispos iluminan la conciencia necesitada de un apoyo claro y preciso. Newman afirma: «el sentimiento de lo justo y de lo injusto, que en la religión es el primer elemento, es tan delicado, tan irregular, tan fácil de confundirse, de oscurecerse, pervertirse, tan sutil en sus métodos de razonamiento, tan maleable desde la educación, tan influenciado por el orgullo y las pasiones, tan inestable en su curso que, en la lucha por la existencia, entre los múltiples ejercicios y triunfos de la mente humana, este sentimiento al mismo tiempo es el mayor y el más oscuro de los maestros; y la Iglesia, el Papa, la jerarquía constituyen, en la Providencia divina, la respuesta a una necesidad urgente».

Al respecto la Iglesia es una gran ayuda no sólo para la conciencia del creyente individual. Ofrece también un servicio insustituible para la sociedad como abogada de los derechos y de las libertades inalienables de los hombres. Esos derechos y libertades, enraizados en la dignidad de la persona humana, forman la base de los Estados constitucionales modernos, pero como tales no pueden someterse a las reglas democráticas mayoritarias. Defendiendo la dignidad de la persona humana, creada por Dios y redimida por Cristo, y subrayando sus derechos y deberes fundamentales, la Iglesia cumple por lo tanto una misión de extraordinaria importancia para las sociedades modernas.

De acuerdo con Newman no puede existir un choque directo entre la conciencia y la doctrina de la Iglesia. La conciencia, en efecto, carece de competencia en las cuestiones de la doctrina revelada, custodiada de modo infalible por la Iglesia. Newman sabe que «en las cosas doctrinales "la majestad de la conciencia" no es el tribunal adecuado para aquello que querría tener como afirmación válida sobre la materia». Si una persona acoge una doctrina revelada y enseñada por la Iglesia, no se trata prioritariamente de una cuestión de conciencia, sino de fe. Así que un creyente que considera que debe rechazar una doctrina de fe, no puede remitirse a su conciencia. O mejor, su conciencia ya no está iluminada por la fe. La conciencia del fiel siempre debe ser una conciencia eclesial formada por la fe.

Pero la autoridad de la Iglesia y del Papa tiene límites. No tiene nada en común con el arbitrio o con los modelos de dominio de este mundo, estando inseparablemente unida al sentido de fe infalible de todo el pueblo de Dios y a la misión específica de los teólogos. La autoridad de la Iglesia se refiere sólo al ámbito de la verdad revelada y necesaria para la salvación. Si el Papa toma decisiones en el terreno de la disciplina o de la administración, obviamente no se trata de intervenciones infalibles.

Sin embargo incluso aquí Newman ofrece criterios claros y precisos para el creyente: «Prima facie es su estricto deber, también por un sentido de lealtad, creer que el Papa tiene razón y actuar por ello en conformidad. Así que debe vencer esa mezquina, inicua, egoísta y vulgar propensión de la propia naturaleza, la cual, en cuanto oye hablar de mandato, se sitúa en contraposición al superior que lo ha impartido; se pregunta si este último no habrá ido más allá de sus propios derechos, complaciéndose en afrontar todo con escepticismo en los juicios y en la acción. No debe alimentar ningún testarudo propósito de ejercer el derecho de pensar, decir y hacer lo que le parece y apetece, sin preocuparse mínimamente de lo verdadero y de lo falso, de lo justo y de lo injusto, de la obligación misma de la obediencia, si es posible, y de ese amor que nos impulsa a hablar como habla el propio superior y a estar siempre a su lado en cualquier caso. Si esta regla fundamental se observara, los conflictos entre la autoridad del Pontífice y la autoridad de la conciencia serían extremadamente raros. Por otro lado, al ser, en los casos extraordinarios, la conciencia de cada uno libre de actuar según el propio talento, tenemos la garantía y la seguridad (...) de que ningún Papa jamás podrá crear para sus objetivos personales (...) una falsa conciencia» (Carta al Duque de Norfolk).

Newman concluye sus afirmaciones sobre la conciencia en la Carta al Duque de Norfolk con el siguiente brindis famoso: «Si fuera obligado a introducir la religión en los brindis después de un almuerzo (cosa que, en verdad, no me parece lo más oportuno), brindaré, si deseáis, por el Papa; sin embargo, antes por la Conciencia; después por el Papa». Esta ocurrencia, que expresa también el fino humor de Newman, significa ante todo que nuestra obediencia al Papa no es una obediencia ciega, sino sostenida por la conciencia formada por la racionalidad de la fe. Quien en la fe ha acogido la misión del Papa, le escuchará por convicción personal de conciencia. En este sentido, primero viene la conciencia, aquella iluminada por la fe; y después el Papa.
Mantiene decididamente Newman la correlación entre conciencia e Iglesia. No es posible remitirse a él o a su citado brindis para contraponer la autoridad de la conciencia con la del Papa. Ambas autoridades, la subjetiva y la objetiva, permanecen dependientes una de otra. Hoy la palabra conciencia es un término equívoco y frecuentemente malentendido. Con su camino de vida y su sólida doctrina, el beato John Henry Newman puede ayudarnos a redescubrir el verdadero significado de la conciencia como eco de la voz de Dios, rechazando al mismo tiempo interpretaciones insuficientes y erradas. Newman siempre afirmó plenamente la dignidad de la conciencia subjetiva, sin desviarse jamás de la verdad objetiva. Él no diría: conciencia sí - Dios o fe o Iglesia no; sino más bien: conciencia sí - y precisamente por eso Dios y fe e Iglesia sí. La conciencia es la abogada de la verdad en nuestro corazón; es «el originario vicario de Cristo».

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